lunes, 5 de marzo de 2018

Cronica De Luis Tejada Cano

El Trabajo
En todas las mitologías el trabajo es considerado como una maldición del cielo. El hombre, desde las edades remotas, ha simbolizado su ideal de vida en una quimérica palabra: Paraíso. Pero la primera condición que se requiere siempre para que ese Paraíso sea verdaderamente Paraíso, es que no haya necesidad de trabajar en él. Nadie se figura que en el Paraíso se pueda cargar piedra en zurrones, o llevar contabilidades, o manejar maquinarias. No. Los que están en el Paraíso han de ser, ante todo, unos seres ociosos que viven extendidos sobre la grama o sentados bajo los árboles, con las frutas al alcance de las manos y llenas de paz las almas. La humanidad ha concentrado en esa bella fábula todo su sueño de felicidad, felicidad que debe ser la única perdurable y completa puesto que está basada en la pereza, el instinto más firme, noble e indestructible en el hombre. Los tipos de perfección suma que la imaginación concibe —los dioses— son personalidades eminentemente perezosas que, o permanecen estáticas en sus tronos de nubes, o se divierten entregadas a juegos ociosos o a placeres sibaritas. Entonces la pereza es en cierto modo una virtud esencialmente divina; pero ¿qué son los dioses? Son, simplemente, hombres perfectos en su sentido ideal. Por eso, entre el tipo terrestre, el más puro, el más elevado, el que más se acerca a esa perfección, es el que tiene más arraigada y frecuente la virtud de la pereza. El vagabundo, el gitano, el mendigo voluntario y algunos aristócratas de pura sangre, constituyen dentro del mundo actual los últimos conservadores de la gran dignidad humana y de la tradición del ocio como cualidad suprema, que nos dejó la civilización antigua.
Yo sé que trabajar es necesario, según el orden de cosas que se ha creado y que se hace desgraciadamente cada vez más indestructible. Pero eso no quiere decir que trabajar no sea una mala costumbre, una de las peores costumbres que pueden adquirirse. Ante todo, trabajar no es bello ni digno, ni siquiera conveniente. Al mismo tiempo que hasta en una aceptación mística significa humillación y relajamiento del orgullo viril, el trabajo constituye el gran elemento degenerador de las razas. De las fábricas, de las oficinas, de las minas, de los laboratorios, de los bufetes salen las legiones de neurasténicos, de miopes, de tuberculosos, de mancos, de locos, de raquíticos, de melancólicos, de histéricos, de tantas categorías de enfermos que llenan las ciudades modernas. Sin embargo, esta capacidad exterminadora no es realmente un argumento en contra del trabajo, como la muerte de los soldados no lo es en contra de la guerra. La diferencia esencial que hay entre el trabajo y la guerra, es que el trabajo es una actividad oscura y forzosa, algo en que hay que encorvarse y sufrir para alcanzar al fin objetos innobles y mezquinos: alimentarse, vestirse, acaparar oro. La guerra, en cambio, puede hacerse o no hacerse y esa libertad de elegir deja a salvo la dignidad humana. Además, la guerra es más bella y más viril mientras tenga menor razón de ser y menos objetivos persiga, porque así evidencia simplemente un capricho, un arrebato de la voluntad soberana del hombre.
Yo confío en que el porvenir que se anuncia traerá para los trabajadores una disminución gradual de trabajo y un aumento proporcionado de paz y de divina ociosidad. Hasta ahora se ha trabajado mucho en un afán insensato de acumular millones. Pero en una forma todavía vaga, está llegando a las gentes el convencimiento de que tener demasiados millones es una circunstancia no sólo inútil, sino evidentemente peligrosa. Hay que esperar en que al fin llegará al mundo una saludable cordura. Todos nos convenceremos de que lo más espiritual, lo más hermoso y noble será luchar apenas lo estrictamente necesario para llevar una existencia modesta y sobria. Entonces nos aficionaremos un poco al delicado placer de no hacer nada y nos convenceremos de que, en realidad, no se debe perder el tiempo trabajando tanto.
Apenas 26 años vivió Luis Tejada Cano, considerado uno de los cronistas más destacados en la historia de El Espectador. Natural de Barbosa (Antioquia), Luis Tejada fue uno de los escritores fundamentales de las dos primeras décadas del siglo XX. Falleció en Girardot (Cundinamarca), el 17 de septiembre de 1924

La Cronica

         Un Nuevo Continente


El 11 de octubre del año de 1492, tras la puesta del sol  la carabela llamada La Pinta iba avanzando unas 12 millas cada hora.
Siendo las 10 de la noche del mismo día el Almirante ya había visto en el horizonte algo que parecía fuego, pero era tan poca la visibilidad que apenas y se podía distinguir. Llamaron a Pedro Gutiérrez, de profesión repostero, para que diera su punto de vista sobre esto, a lo que dijo que efectivamente parecía luz de una fogata.
En ese momento el Almirante Cristóbal Colón ordenó que se montara guardia ininterrumpida y durante el tiempo que fuese necesario hasta que se divisara tierra, prometiendo a quien fuera el primero en verla, que le daría un jubón de seda, aparte de los otros regalos que los reyes ya habían prometido.

A las dos de la mañana del día siguiente la Pinta divisó tierra e informó de inmediato al Almirante; fue el marinero Rodrigo de Triana quien dio el tan esperado grito de ¡Tierra! ¡Tierra a la vista!, Que estaba a escasas dos leguas de distancia.
En ese momento amainaron las velas e iniciaron el desembarco. Era viernes cuando desembarcaron en la isla que en el idioma de los nativos se llamaba Guanahani.
Autor: Adriana Barrientos